Sergio Morales
En algún lugar del Noreste mexicano…
-Tú te mueres hoy- Me dice el tipo apuntando con su dedo índice hacia mí frente.
Me tomó de improviso. No supe que contestar. El tipo se veía más que decidido. El ceño totalmente fruncido y sus profundos ojos negros tan penetrantes como la mismísima muerte. Su cara parecía la de un asesino a sueldo. Un sicario despiadado. Tenía dos enormes cicatrices en el lado izquierdo de su frente. Barba y bigote como de diez días. El pelo largo y descuidado.
Contrario a todo lo que hubiera podido pensar de mi primera reacción ante semejante vaticinio no me asusté. Ni siquiera un poco. Digo, no contesté de inmediato porque no lo esperaba. Pero en cuanto las palabras del tipo llegaron a las pocas neuronas de mi cerebro, mi reacción expresó todo el acervo cultural aprendido durante mi infancia en la gloriosa colonia del seis.
–ching… tu ma.. pen…- le contesté y no solo eso sino que me puse en posición de defensa listo para asentarle al tipo el primer puñetazo.
El tipo no se movía de su posición. Las personas que por ahí pasaban se detuvieron expectantes para ver en que terminaba todo esto. Entonces llegaron a mi mente pensamientos más coherentes y mucho más sabios.
¿Y si es un narco? ¿O un sicario de verdad? ¿Y si está armado? ¿Y si no está solo?
Ahí me empecé a preocupar. Hoy en día tu vecino puede ser el jefe de un peligroso cartel y tú ni por enterado. El tipo seguía apuntándome con su dedo y ahora como que gruñía enseñándome sus sucios y descuidados dientes. Di un paso hacia atrás. Un auto se paró al otro lado de la calle. De seguro eran los narcos amigos del tipo.
–Ahora si ya me tronó- pensé.
El tipo esboza una pequeña sonrisa al ver mi miedo pero no deja de apuntarme. El auto permanece encendido del otro lado de la calle como esperando para huir. No sé qué hacer. El auto hace dos fuertes acelerones como cuando no trae claxon y acelera fuertemente para avisar que hay que apurarse. Volteo a ver el auto. El tipo vuelve a gruñir enseñándome sus asquerosos dientes. Mi corazón intenta salirse del pecho. El auto se apaga tras un último pero estruendoso acelerón. El ruido retumba hasta lo más profundo de mis tímpanos. Se abre la puerta del auto pero del lado del copiloto y baja una persona de escasa estatura pero por la posición en la que me encuentro, no puedo verlo completamente.
-Ahora sí ya me tronó- pienso de nuevo.
La persona que baja del auto tiene el pelo largo porque se alcanzan a ver los cabellos por encima del capote. Antes de que pueda ver al tipo que ya bajó del auto. Se abre la puerta del piloto y por debajo de la puerta sale un regordete piececito decorado con una linda chancla de pata de gallo.
-¿Pero qué demonios? – pensé confundido al ver ese pie que no encajaba para nada en mi expectante escena de asesinos despiadados.
Casi al mismo tiempo y sin avisar, mi mamá le asestaba tremendos escobazos al sicario.
-Ándele méndigo loco váyase de aquí, ya le he dicho que no ande molestando- le decía mi madre al tipo quien corría para evitar los golpes.
De la puerta del piloto del auto terminó de bajar una dulce señora gordita quién le reclamaba insistentemente al esposo – Ya cómprale la batería al auto José, ahí andamos rumbando por todos lados – dijo.
José resultó ser el chaparrito que había bajado por el lado del copiloto. Debió ser un músico o algo así porque traía un look de pelo largo muy parecido al Buki mayor.
Mi madre regresa y me dice -pásale mijo ya está la cena.
A lo lejos veo que el tipo apunta con su dedo a un perro callejero vaticinándole la muerte como lo hizo conmigo.
Que loco está el mundo hoy en día.
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