Por Hernán Gálvez
Nada grandioso fue jamás conseguido sin peligro
Un cambio siempre deja el camino abierto para el establecimiento de otros
-Nicolás Maquiavelo
Ohio se unió ya a la iniciativa federal de empezar una cuarentena general. La pandemia va matando hasta la fecha unas 15 mil personas en todo el mundo, con más de 350 mil infectados en 114 países. Es, pues, una crisis mundial.
Sin embargo, a pesar de los obvios y drásticos cambios en nuestro quehacer cotidiano, parece que no aprendemos. Por ejemplo, seguimos debatiendo dónde empezó el virus, como si fuera importante. El presidente Trump lo llama un “virus chino”. El líder de la nación más poderosa del mundo, nada menos.
Eso somos. Eso fuimos. Pero, ¿eso seremos?
Esto puede ser la gran lección de nuestras vidas (y ojo que sólo tenemos una).
Uno de los países con las leyes más discriminatorias del mundo, Italia, se quejó por la “falta de solidaridad” de sus vecinos. Incluso tanto residentes como autoridades exigen su salida de la Unión Europea una vez que todo pase. Las leyes migratorias en Italia son groseramente anti-inmigrante. Les niega ciudadanía a niños nacidos en su territorio si los padres no son italianos, pero acusan falta de solidaridad. Vaya. Y es el país con más muertos por el virus hasta el momento.
La nación más poderosa del mundo quiere culpar a China por el origen y replicación del virus. Caramba. ¿Alguien puede contarle dónde se inició el ahora universal VIH a Trump? ¿Lo culpamos, también? Estados Unidos, enemigo histórico –e histérico, con este presidente- de China, es el tercer país con más infectados en el mundo. Y China, prácticamente no tiene más casos nuevos.
Pero la generosidad retórica de quienes supuestamente deben guiarnos, no queda ahí. Al presidente mexicano Manuel López Obrador, le importó un pepino la crisis y aduciendo que su país es “democrático” (sólo él y Nicolás Maduro ven alguna conexión entre la pandemia y la democracia, hablan el mismo idioma), no acatará ningún estado de emergencia ni cuarentena obligatoria. Lo decide el presidente de un país con más de 100 millones de habitantes y con un tránsito espantoso, una de las fuentes más grandes de contaminación del planeta.
En Perú, el presidente Martín Vizcarra, más pendiente a las encuestas, promete un bono económico a los más pobres en vez de adquirir las pruebas de resultado rápido. Bravo. Desatiende los focos potenciales de contagio que son, justamente, el lado opuesto del país: las zonas pudientes. Siendo un virus de procedencia foránea, no había que ser mago para saber que el riesgo mayor estaba en aquellos con capacidad económica para viajar. Quienes, además, son ciudadanos con derechos como cualquiera. Realidad: una prueba demora cinco días para arrojar resultados; en el ínterin, un psicólogo muere sin haber recibido su diagnóstico y el edificio entero donde vivía, en una de las zonas más exclusivas de la capital, está aterrado.
Vas al supermercado y, como si defecar tuviera alguna relación directa con el virus, no hay papel higiénico. Ni comida. Por un momento me pareció que me había confundido y no era que estábamos en cuarentena, sino en pérdida masiva de neuronas.
Hay una que otra excepción, como la de Nayib Bukele, presidente de El Salvador, un país pequeño en dimensiones y economía, pero engrandecido por el gesto de su líder –ejecutó un paquete de medidas que protegerán financieramente a sus conciudadanos por un período inicial de 3 meses. Ha primado los intereses de su gente antes que los de las grandes empresas. A ver si alguien le pasa el número a López Obrador.
Nuestra especie parece no haber caído en cuenta que el dinero del rico como del pobre, en estos momentos, vale lo mismo: nada. Que la naturaleza ha agradecido a gritos la ausencia del hombre con niveles reducidísimos de contaminación en pocos días. Con mares llenos de peces. Con bosques reverdecidos. Que el tiempo vale lo que haces con él. Que respirar es un privilegio.
Y todo, a manos de una pandemia que no es la peor que nos ha tocado ni tampoco la más mortal per se. Es, simplemente, la más universal. O sea, nos tocó a todos. Puso en prueba una de nuestras características más (tristemente) célebres: el egoísmo.
Nos ha retratado como lo que nos empecinamos en seguir siendo, al menos hasta ahora: una especie sin corona. No el virus, sino el pomposo adorno que nos arrogamos como supuesta especie superior. Repito: hasta ahora. Porque tengo la esperanza de estar equivocado y que, cuando todo esto pase, hayamos aprendido la lección y nos tratemos y tratemos la casa donde vivimos –el planeta tierra- un poquito mejor.
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