Carta a mi marciana: Ni una menos

Por: Johanna Luz

Ha requerido juntar una tonelada de valor para escribirte, pero creo que solo tú me podrás entender. Y si no me entiendes, no te preocupes, no te culparé. Prefiero mantenerme en el anonimato porque, aunque hoy, cuatro años después de ocurrido, puedo escribir sobre esto, me fastidia la idea de que un hecho que yo no decidí me defina ante los demás. Te quiero contar, en primicia, sobre ese domingo que me cambió la vida.

Fuimos a darnos unas cuantas cervezas. Éramos unos diez o doce gatos, pasándola genial. El día estaba claro y andábamos cantando a todo pulmón por el campo –la felicidad aún era gratuita: ahora me cuesta.
Me resulta peculiar que recuerde esos detalles con tanta nitidez. La música, los espacios, la luz de ese día… Ya luego entenderás por qué.

Comenzamos a tomar muy temprano y, a decir verdad, mi resistencia al alcohol no era muy fuerte que digamos, pero la estaba pasando genial así que me deje llevar por la maravillosa irresponsabilidad. Igual al final del día éramos todos buenos amigos. Qué de malo podría pasar, ¿no? Pero te cuento, con un nudo en el pecho, mi adorada marciana, que estaba totalmente equivocada. 

Ya eran aproximadamente las 10 de la noche, estaba cansada y súper pasada de cervezas. Mi amiga, con el ojo echado en alguna posibilidad de un polvo, no entendía que mi cuerpo ya no aguantaba más, e ignoraba con dulce desparpajo mis ganas de irme –su resistencia a un posible polvo tampoco era tan fuerte, supongo. En eso, un amigo que escuchó mis quejas se apiado de mí y ofreció llevarme a casa y yo, obviamente, acepté. ¡Al fin pronto vería mi preciada cama! Me monté a su carro, cerré mis ojitos y en marcha… 
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Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Refugio de tristes, nostálgicos y soñadores.
Mario Vargas Llosa

A veces vivimos enajenados de la realidad, en la burbuja efímera del “eso no me va a pasar a mí nunca”. Pero te cuento Marciana, que no he sentido nada más horrendo y duradero en mi vida que esa maldita sensación de irrealidad que me secuestró después de montarme en ese carro. De esas sensaciones que calientan la cara y desgarran la piel –que acuchillan el alma hasta demostrarte que no, no es una pesadilla: no sueñas que duele, sino que duele de verdad. Abrí los ojos y encontré un pene, su pene en mi boca, y justo en ese momento dejé de ser yo para siempre. El secuestro de mi alma se materializó. 
No hubo llanto ni grito que lo detuviera. No tenía control sobre él, mucho menos sobre mí. Lo intenté marciana, hice todos mis esfuerzos por mentirme, es un sueño, debo haber visto una mala película, esto no me está sucediendo… Pero ahí estaba él, su asquerosa piel, su alma enferma, todo muy macho dentro de mí, gimiendo insufriblemente, llenándome de sí. Sentí que ese instante duraba una eternidad. Hasta que por fin se devuelve a su asiento, se sube el zipper con la impávida calma de quien acaba de tomarse una taza de té, y me pide que me limpie y me baje unas cuadras más arriba de la barra para que no le vean conmigo.

Nadie creyó en mi llanto, ni en lo que acababa de pasar. Quise pensar que era el alcohol lo que no les permitía reaccionar y que mañana todos me entenderían, pero ni al día siguiente ni nunca alguien lo recordó. O al menos eso me obligué a creer.
¿Cómo explicarle a mi mamá que me había alcoholizado y que un miserable creyó que tenía el derecho de manosearme, a violentarme sexualmente? No quería ser ante los demás otra más de las que “se lo buscó”. Había caído en el cuento del lobo disfrazado de oveja y me atormenté con la idea de que había sido mi culpa, me lo repetía tan obstinada y metódicamente que me lo creí. Así que guardé lo que me había pasado en una cajita, junto a lo poco que quedó de mí, y la enterré para siempre.

¿Por qué contar esto tanto tiempo después? ¿Por qué a ti? Pues no tengo respuesta válida, no aún. Solo sé que me produjiste ganas de vaciar este sentimiento que de vez en cuando me visita y carcome las entrañas. Quizás porque este acontecimiento definió, en contra de mi voluntad, quien soy hoy. Mis miedos, la ansiedad maldita y esas inseguridades que siempre me esperan a la vuelta de la esquina, cuando más contenta voy caminando, cuando creo que, por fin, me reconcilié con la felicidad.

Hace unos días en mi país, un bambalán de 19 años quemó a su “noviecita” de 13 años por celos. ¡Celos! ¡13 años! Marciana, tanto coraje no cabía en mi cuerpo, al leer los comentarios de las personas en los noticiarios. “Eso le pasa por estar pendiente a novios tan nena, en vez de estar aprendiendo a cocinar y a planchar.” No es el guión de una mala película, sino uno de los miles de comentarios en uno de los rotativos del país. A nadie le indignó la acción de ese desgraciado, la culpa, una vez más recae en la mujer. Como siempre, como con todo. Por mi parte Marciana, te confieso que lo único que espero es que ese infeliz se queme en el séptimo círculo del infierno de Dante.

Al contarte todo esto Marciana, te quiero decir que estoy agotada, que me duele el corazón cada vez que pienso en estas mujeres, cada vez que pienso en mí y en lo que vivimos día a día. Estoy cansada de que se nos violente, de que nos minimicen e invaliden. Sin embargo, te confieso toda llena de vergüenza, que esta indignación no es suficiente para armarme de valor y contar a viva voz lo que me pasó. Porque puede más el miedo al qué dirán. Porque aún me consumen las opiniones. Supongo que al día de hoy, cuatro años después, es un paso gigante confesarte este sentir. Te escribo por mí, por nosotras, por todas. Espero lo valores. Gracias por tu tiempo, adorada amiga. Hasta tu próxima crónica Marciana.

Si desean compartir una carta similar, escríbanme a: johannaluluz@gmail.com. Nuestra correspondencia será confidencial.

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