Por Hernán Gálvez
A Juan Darío Gálvez Romero, padre, hijo y, sobre todo, amigo (03/01/1953 – 17/02/2017)
“I cannot think of any need in childhood as strong as the need for a father’s protection”
Sigmund Freud
“Recordar es fácil para el que tiene memoria. Olvidarse es difícil para el que tiene corazón”
Gabriel García Marquez
“¿De qué te preocupas hijo? ¿Tiene solución? ¿Sí? Entonces no te preocupes. ¿No tiene solución? Peor aún, despreocúpate más”
Juan Darío Gálvez Romero
Sin adiós, adiós
Cuando terminé de pasar en limpio la primera crónica, peleándome con las teclas pegoteadas de la cabina de tu galería favorita (¿por qué es mi favorita?, porque ahí encuentro de todo pues hueverto: desayuno, almuerzo, lavandería, sastre pero, sobre todo: gente, mi Perú), al frente de tu mítica oficina-departamento del Jirón Apurímac (estoy en el medio de todo Lima, ¿qué más puedo pedir?), sentí –lo atribuí en algún instante a lo tedioso que es encontrar una computadora pública decente en Lima- que estas crónicas peruanas no cumplirían con aquellos capítulos semanales que prometí al siempre paciente director del periódico. ¿Si presagié lo que finalmente ocurriría contigo papá, tu muerte? No, mentiría; las mentiras prefiero dejarlas para cuando te sonrío. Para cuando te digo que estoy bien (cuando me vaya, no me llores, hijo. O si lo haces que sea sólo una vez. La vida es bella y sólo los huevones se quejan. ¿Acaso soy un huevón?)… Simplemente sentí una extraña corazonada aún entonces indescifrable: sólo me daría el impulso para una crónica más. Esta. La crónica de tu muerte no anunciada. Sin adiós.
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Corazonada indescifrable porque incluso te vi, te vimos, esa misma noche, calculando el tiempo en que regresabas de tus terapias alternativas al cáncer que decidiste ya no enfrentar con quimioterapias. No presagiamos nada, o nos engañaste muy bien.
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Ella se había quedado dormida a mi lado, sosteniendo una de las hojas con aquellos ilegibles garabatos que oso llamar “borradores”. Le había leído en voz alta Las Palomas Achoradas, la primera crónica, en el bus de venida al centro. Escuchó decorada con aquella espléndida sonrisa que me alquilaría para soñar, parafraseando a García Márquez. Sonrisa que no desaparece incluso ahora que duerme silente, sin soltar la hoja. La examino curioso, con envidia: qué capacidad para dormirse al toque, donde sea y como sea, hasta sentadita en una cabina que podría pasar como sauna en este insoportable verano limeño. Sonrío también. Algo se escribía en el aire con la tinta de nuestra complicidad; sin saberlo, se armaban los párrafos de la segunda y última crónica peruana.
Siguiendo un orden tácito que obedecí sin chistar, la dejé dormir un rato más. Miré al dueño de la cabina y le indiqué susurrando que iba a imprimir el documento. Vi la fecha en la pantalla: dieciséis de Enero. Te fuiste el diecisiete de Febrero, papá. Miré también el reloj: ya estarías por regresar de tu terapia. Inconscientemente viajé a algún día de Julio del 2016, verano en Estados Unidos, cuando ya insinuabas la posibilidad de abandonar el tratamiento en la Cleveland Clinic (se feliz no para que te vean feliz, porque eso no es felicidad verdadera. Se feliz porque no queda de otra. Piensa siempre que no queda de otra y todo lo negativo arranca, se va. Y ser feliz queda como la única opción)…
Sentados en mi balcón con la preciosa vista de los árboles de tu bosque favorito, Rocky River, te prometí que por fin escribiría el año que viene, te lo juro papá, ese libro que por tanto tiempo venía postergando. Quería cambiarte de tema pero sin huevearte, con una decisión real que moría por compartirte. Te dije, emocionado, que ya tenía la historia. Te la conté, te mostré –de lejitos nomás porque me daba roche- los apuntes que había tomado durante casi un año y sonreíste con aquella legendaria mueca de medio lado que cuántos dolores de cabeza le debe haber causado a mi madre, antes del divorcio, y a tus innumerables “amigas”, en tu posterior y eterna soltería (no me lo prometas a mí, prométetelo a ti. Si me lo has contado no es porque has escogido la historia, la historia te ha escogido a ti. Y por eso es la correcta, la que esperabas. Y empieza ya huevón que quiero leerla, no me cambies de nombre nomás).
No la podrás leer ya en vida papá. Pero la supervisarás. No me acompañarás a los sitios europeos fantásticos que te describía e imaginabas con esa ilusión en la mirada que sólo conmigo te permitías (quiero tomarme una foto desde el frente del Coliseo Romano, para ver cómo se ve sin mí, y otra de espaldas a la Torre Eiffel, comiendo un marciano), porque no eras de mostrar interés en nada en particular. Así te murieras de la curiosidad. A menos que se tratara de tus hijos. Con nosotros, hasta caminar sin rumbo se convertía en una aventura.
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La desperté por fin: ya terminé. “¿La enviaste ya?”, preguntó aún medio sonámbula. Sí. Mi papá ya debe haber llegado. “Vamos”, sonreímos.
Y sí, ya estabas ahí. Los detalles de esa conversación en realidad no importan; fueron tan importantes como triviales. El peso de tus palabras se siente al vivir circunstancias (si antes de cruzar el puente ya tienes miedo a caerte, mejor ni lo cruces. Ya te caíste) que hacen recordarte de inmediato, recordar la genial simpleza de tu mirada a la vida. Tu circunstancia aquella noche no se reflejaba tanto en tus palabras sino en tu esfuerzo por decirlas. La lucidez aún era tu aliada, pero la sabías ya pronto lejana. Te escuchábamos silenciosos por momentos, sonrientes en otros: ella se sorprendía de tu sentido del humor, de tu capacidad para decir algo que provoque carcajadas sin que cambie un ápice tu expresión medidamente seria, falsamente distante.
Ninguna frase tuya era una frase cualquiera. A veces pensaba que no había nada para lo que no tuvieras una salida. Quizás es lo que más extraño, papá Darío. Desde pequeño siempre tuviste o me creaste la ilusión que tenías una solución para todo. Que no había nada que el amor no pudiera vencer, como en tu discurso durante la inolvidable celebración de tus sesenta años (todo lo que hagamos, hagámoslo con amor. Por amor. Nada más). Eras un convencido de que sólo valía la pena lo que se hace por amor. No siendo precisamente un hombre cariñoso (nos criaron en otras épocas hijo, pero aprendí solo y a golpes que las acciones valen más que las palabras. Decir te quiero es facilito. Pero a ver, ¿demuéstralo?) valorabas los sentimientos por encima de cualquier cosa. Y lo demostraste hasta el final.
Un mes después, se escribía el último párrafo de la crónica sin adiós.
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Tres días antes de tu muerte te había visitado y dolorosamente comprobado lo que se desprendía ya de tus respuestas por mensajes de texto y grabaciones: una desconexión tan involuntaria como galopante con la realidad. Tus frases ya no te pertenecían y lo sabías. Algo hablaba por ti -el puto destino de una enfermedad que no cedería más- y decía a través de tu voz débil y monólogos cortos que ya no querías seguir. Sabía que ya no eras tú porque te permitiste soltarme ese cúmulo de palabras impensables: ya no quiero seguir, hijo, ya no quiero seguir. Pero no te creí. No lo creí. Preferí mi absurdo engaño y no me despedí porque regresaba el viernes para almorzar juntos, comerás quieras o no, ya deja de hablar sonseras papá. Quise ser tú y me salió mal. Quise ser tus frases cuando lo que siempre quisiste es que encontrara las mías.
Lo que encontré al regresar aquel viernes fue tu descanso lento en un coma profundo que ya había empezado antes del almuerzo que nunca existió. No existió, así como el adiós. Pero te las ingeniaste para, sin abrir la boca ni regalarnos media mirada en medio de una respiración que se apagaba, darnos una última lección: no te fuiste hasta que no estuvieran todos tus hijos y hermanos. Media hora después de que llegase la última visita, dejaste de respirar. Lección aprendida, papá Darío: todo lo que hagamos, hagámoslo con amor. Por amor. Te despediste sin soltar palabra. Pero gritando, cagándote en la noticia de tus pulmones secuestrados por esa maldita enfermedad, que viviste para amar. Y ser amado.
Adiós, ahora sí, papito Darío.
@hernanpocofloro hgalvez@me.com
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