Por: Johanna Luz
Twitter: @Johannalight
Me cuestiono siempre los intervalos de tiempo que dejo pasar entre una crónica y otra. Y es que a veces el amor a las letras no es suficiente para juntarlas –¿el amor nunca es suficiente para nada?, mejor dejar ese tema para otra crónica- y escribir algo digno de contar. A veces falta de musa, a veces falta de valor. Pero bueno, después de un tiempo que sentí como una eternidad, regreso un rato a la tierra para hablarles de Jorge Drexler. Así, como si fuésemos amigos de toda la vida.
Recién aterrizaba en territorio español. Yo era un mar –mi mar borinqueño y este nuevo mar europeo- de emociones, entre lágrimas de alegría y otras no pocas de miedo. Entre la sonrisa de la aventura prometida y el despedirme de aquel buen e inesperado amigo de viaje, cómplice de ocho largas horas de vuelo: empezaba a sonar esa canción de fondo que no pude sacar de mi cabeza, el soundtrack aún desconocido de esta nueva película. ¿Han oído sobre esa sinergia entre una canción y el momento que va transcurriendo? Era una de esas canciones que te hacen sentir, simplemente sentir –después reconoces sus matices- desde la primera vez que la oyes.
Así anduve unas semanas en busca de esas letras que me calaron tan hondo. Hasta que un día de suerte di con el cantautor de esa obra maestra: mi amigo Drexler, el gran Jorge Drexler. Nada se pierde, todo se transforma. Así decía la estrofa que dio comienzo a esta buena relación entre el gran Jorge y yo.
Puede ser un tanto ridículo, quizás ingenuo, el que haya decidido escribir sobre alguien que no me conoce ni en pelea de gallos. Y es más chistoso aún que escriba con tanto fervor de este personaje, pero es que no es casualidad que sus letras me acompañen en momentos tan significativos de mi vida. Mejor dicho, quiero creer que no es casualidad. Y me convencí.
Mónica Puig acababa de anotar ese punto que le valió la primera medalla olímpica a la isla. Ese fue uno de los días más felices (sino el más) para todo puertorriqueño que se respete. La borinqueña sonaba en Río de Janeiro y en los corazones de todo un país. Minutos después de ese grito feliz me encontraba en camino a ver a Drexler en Puerto Rico. Los motivos para estar feliz competían. Bastó una guitarra y escucharlo cantar Lamento Borincano, celebrando junto a nosotros ese glorioso momento. Allí estaba yo, con el corazón a punto de estallar, escuchando por primera vez a Jorgito, viviendo, respirando cada segundo de ese día; juraría que la luna me habló cómo al loco Juan Carabina en la noche de San Fernando. Esa noche la pena tuvo su punto ciego.
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Ese 19 de septiembre de 2018, del que tanto me cuesta hablar –imagínense, escribir… Luego de haber pasado horas de agonía y angustia, mi mente y mi alma necesitaban desesperadamente un respiro de paz. Si algo agradezco de mi papá es el que me inculcara el amor a la música. “La música es una expresión”: llevo tatuada esa frase que prometí nunca olvidar. Tomé un libro, mi celular y me senté en una esquina, en busca de esa calma que María me acababa de arrebatar. Para mi suerte, antes de perder todo tipo de conexión con la tierra, el tiempo me dio justo para descargar esas once canciones que me mantuvieron sana durante ese período de tanta oscuridad. Ese día usé toda la pila de la batería, a pesar que no sabía cuándo podría volver a cargarlo, escuchando una y otra vez esas once melodías, esos once salvavidas.
Salvavidas de hielo, así se llamaba el disco que me rescató de las garras de la tristeza. Una vez más, las letras y las melodías de Drexler me asilaron.
Ojalá y algún día Jorge lea esto y nunca más dude del poder de sus letras, como dudo yo de las mías. Y ojalá algún día la vida nos encuentre en suelo borincano y pueda yo tomarme una cerveza con Jorge, mi amigo Jorge. Mi salvavidas de hielo.
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