Fue tu sonrisa. Tu sonrisa autista…

Por Hernán Gálvez

hernygalvez@gmail.com

 

“La vida tiene para mí valor y sentido, y no tengo deseo que me curen de mí mismo.”

Jim Sinclair, diagnosticado con autismo.

 

Mi hijo es autista.

No existe manual de redacción, ni en fondo ni forma, que pudiera haberme insinuado mejor manera de empezar esta columna. Con esas cuatro palabras que ahora carecen de temor y rebosan de orgullo, de compromiso y responsabilidad: mi hijo es autista.

Sobre todo por la coyuntura. Por motivos que tocaré brevemente siempre estuve en desacuerdo, estos primeros ocho años de su vida, en exponer su condición. Lo consideraba no sólo innecesario sino incluso hasta una invitación desagradable a condescendencias equivocadas.  Pero repito que la coyuntura hoy es distinta, y si hay algo que también aprendí con los años es que sólo los idiotas no cambian de opinión.

Mi hijo es autista y es feliz…

Uso el “y”, no el “pero”, conjunción que muchos podrían confundir. Su autismo es inherente a su felicidad. Su felicidad depende de su autismo. Y eso sólo lo aprendes observándolo.

Cuando su mamá me llamó al trabajo y me confirmó el diagnóstico, hace ya cinco años, mi reacción inmediata fue imitar involuntariamente una de las tantas características autistas, una de las llamadas de alerta que nos hizo buscar respuestas: el mutismo repentino. Quizás creyendo que no había escuchado bien, ella repitió el diagnóstico: confirmado, Hernán. Nuestro hijo es autista. Inventé una reunión inexistente y quedamos en conversar después.

¿Cómo reaccionar? ¿Qué hacer? Hasta ese momento mis nociones sobre el autismo eran superficiales. Estaba y me sentía perdido. Quería saberlo todo y ayudarlo. Pero ayudarlo, ¿en qué? En poco tiempo aprendí que quienes necesitamos ayuda somos nosotros.

Tememos lo que desconocemos sólo cuando tiene que ver con quienes amamos. Buscar culpables es tan humano como equivocado. Pero culpables, ¿de qué?

Porque yo no lo veía sufrir. Luego entendería que él no sabía sufrir. Su condición de autista lo había inmunizado a los delirios y malestares de este mundo donde es sólo un invitado. La maldad era un universo ajeno y su mirada, que el tonto interpreta como esquiva, lo revela: por más que lo intentes, no lograrás ver ni una sola gota de lágrima en su alma, en su comportamiento, fuera de los fastidios naturales de cualquier niño, sean autistas o no.

Mi flaco ríe con una franqueza envidiable y desconocida para quienes se detienen sólo en sus diferencias.

Somos nosotros quienes estamos en el mundo equivocado, no mi hijo.

La aprensión, el fastidio y el dolor eran míos, sólo míos. Esto se agravaba conforme yo tomaba conciencia no de su universo, sino del nuestro.

Era yo quien, sin saberlo entonces, buscaba educar no el conocimiento de los demás sobre el autismo, sino los sentimientos. Grave error. Los sentimientos de un adulto, menos aún de un adulto dañado, no pueden educarse: no puedes enseñarles a otras personas a querer, a preferir la paciencia antes que el enojo, a moderar las palabras antes que expresar sus miserias.

Lo más triste y hasta vergonzante es que las reacciones de la gente no pueden siquiera medirse en base a su educación, edad, condición social o incluso antecedentes familiares, como podría presumirse equivocadamente.

El problema somos nosotros, no tú, flaco…

Dicen que la elegancia no se compra en la farmacia. Bueno, la sensibilidad ni en la farmacia, universidad o sala de partos. Y es una tara que desconoce no sólo edades sino géneros. Veamos…

Hace unos años traté de explicarle a una ex pareja que el autismo de mi hijo no era una enfermedad sino una condición, un trastorno que afecta su interacción con los demás, no su inteligencia per sé. Intenté incluso darle ejemplos de genios autistas como Einstein, Beethoven o Bill Gates.

Su respuesta fue que si no había nada de malo con el autismo, entonces todos deberíamos desear ser autistas, “entonces yo quiero ser autista”, espetó. Fue doloroso no tanto por su impertinencia, la innecesaria ironía excusada por supuestos celos casi pueriles, sino por la inmensa puerta que abrió sin querer: los adultos cargamos con miserias y generosidades que o nos hunden o nos engrandecen, dependiendo del contexto.

Y esa persona, ya era mamá. Ergo, la maternidad o paternidad no garantizan la sensibilidad.

Casi un año después alguien unos años más joven, sin hijos, con una vida pasada y presente dentro de lo que consideraríamos feliz y relajada, reaccionó ante mi titubeante “confesión” –injustamente, curado de mi experiencia anterior, yo temía alguna respuesta igual de indolente que la de su predecesora sentimental- con una sonrisa que elevó al grado de sublime sus palabras posteriores: ya lo intuía, se había dado cuenta del autismo de mi flaco desde el principio  a través de las fotos pero sólo esperaba que saliera de mí el contárselo. Ante mi sorpresa, agregó que había conocido muchos niños autistas durante su trabajo pasado en un hospital, y quería aprender más.

Y ese aprendizaje, ahora como amigos, continúa. No es madre, pero merece serlo.

La mamá de mis hijos me contó hace poco sobre unos episodios donde personas supuestamente educadas, padres de familia quienes durante la graduación de su hijo mayor mostraron fastidio ante los sonidos involuntarios que nuestro hijo hizo durante la ceremonia. A pesar que construye frases cada vez más largas, mi flaco aún emite sonidos repetitivos que en nuestro mundo podrían considerarse un “fastidio”.

Ella me compartió esa y otras anécdotas luego que nos riéramos sobre un episodio que ocurrió mientras yo paseaba con mi hijo por Hollywood, en California, donde lo llevé para que conozca el mar por primera vez durante el feriado largo por el Día de la Independencia -los niños autistas tienen una fascinación especial con el agua.

Del puesto de una vendedora distraída, el flaco había tomado un juguete que emitía llamativas luces. La vendedora lo reprendió a pesar que le devolví el juguete intacto, “ya deja de agarrar cosas que no son tuyas”, le dijo.

Con la paciencia que sólo te da la felicidad de un hijo sonriente, de un hijo autista sonriente, ensayé esta nueva mirada a la ignorancia y le dije, sonriente también, que mi niño era autista y nos disculpara. Lejos de obtener alguna respuesta madura, me dijo que con mayor razón tenía que vigilarlo, pues.

Los sentimientos no se educan, ¿ven terrícolas, ves flaco? Pero quizás algunos comportamientos sí. Le respondí que, aún suponiendo que mi hijo no fuera autista: ¿esa era la manera de recriminar a un niño? Esta vez recibí el silencio. Un silencio tan distinto al tuyo, flaco. Tus silencios dicen más que mil palabras.

Al manejar de regreso al hotel, donde por supuesto todos lo adoraban y ya sabían de su condición, recordé también a una persona que me aseguró que el padre de sus hijos autistas había dicho alguna vez que ellos no eran compañía porque “no hablaban”. También a esa joven fotógrafa en Disney que no le tuvo paciencia a mi hijo y apuró su saludo a Mickey porque no miraba a la cámara cuando ella lo indicaba.

“Reconoce que somos igual de extraños el uno para el otro, y que mi forma de ser no es simplemente una versión deteriorada de la tuya.”

Jim Sinclair, diagnosticado con autismo.

Pero sonreí –sonreímos, ya que andabas feliz con los globos de colores que le compramos al vendedor que estaba al lado de la señora malgeniada- recordando al fotógrafo de Universal Studios que, sin yo haber mencionado media palabra sobre ti, me dijo que su hija también era autista. Te, nos tomó decenas de fotos. Y sentí aún mayor alegría al revisar las decenas de mensajes llenos de amor, preocupación y consejos de aquella persona que muchos confunden con tu hermana mayor, por mi edad, la tuya y la suya, que vivió con nosotros ese viaje como si estuviera a nuestro lado.

Y no es madre, pero merece serlo. Porque entendió que no hay mejor compañía que un niño autista. Y lo entendió sin palabras.

Fue tu sonrisa. Y la de tu hermano…

Así fue que poco a poco, no tu mundo sino el mío, me convenció de que está bien compartir tu condición no para lograr algún tipo de condescendencia en la gente, sino para encontrar posibles cambios que mejoren nuestro comportamiento ante lo que no entendemos.

Ustedes no necesitan ni merecen compasión, sino admiración. Cuando el sabio señala el cielo, el tonto se fija en el dedo.

Así provoquemos una sola reacción favorable entre mil, valdrá la pena. Nuestro mundo podría tener esperanza y comprender que el problema somos nosotros, no ustedes.

Cuando alguien te diga que tal familiar o amigo es autista, no sientas pena, no ensayes frases reconfortantes. Sólo siente. Una mano en tu rostro significa una caricia. Un abrazo con la mirada distante equivale a un beso. Que corran hacia ti, el cielo.

Y si llegan a mirarte, aunque sea por una fracción de segundo, siéntete bendecido.

No está mal tener miedo, repito que es humano temer lo que desconocemos. Lo que está mal es usar ese temor como excusa para aliviar miserias personales de las que las personas autistas no tienen culpa alguna. Cuando perdamos ese temor podremos disfrutar de ese maravilloso cielo que estos ángeles nos ofrecen.

¿Hay esperanza? Sí. Lo noto cada vez que te veo, los veo sonreír. Porque he notado la misma promesa en la sonrisa de tu hermano mellizo, el Ratón.

También sospechamos que es autista, aunque por diversos motivos aún no han podido evaluarlo. Espero con todo mi corazón que lo sea. Su mundo siempre será mejor que el nuestro.

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