Por: Hernán O. Gálvez
Mi tío Lucho, la prima Pathy y yo comentábamos animados el pequeño, divertidísimo e involuntario escándalo familiar que se armó debido al virus pornográfico que ha, literalmente, salpicado el Facebook. Mi buen tío fue “víctima” de aquel click curioso que decora los perfiles incautos con imágenes nunca antes vistas por el ojo adulto: pechos, nalgas y, eventualmente, el sexo de varón o mujer bajo títulos tan prometedores como estafadores. Sí, estafadorcísimos porque si sucumbías a la impía tentación de ingresar a la página prometida, lo único que lograbas era invitar al virus en la tuya propia, pero no te ganabas con nada. Puf. Y el malhadado virus no proponía lucha mayor, facilísimo de eliminar. Un simple delete, y ya.
Fue sorprendente, sin embargo, presenciar las pataletas espantadas de familiares y conocidos. No pocos eliminaron a mi tío hasta que “resuelva el asunto.” Nos preguntábamos qué era lo tan terrible: ¿que tu página se contagiara de un poco de calatería? ¿No era obvio para cualquier adulto o incluso menor medianamente avispado que esa presentación masiva de desnudez cibernética tenía que deberse a un virus travieso? ¿Nos escandaliza tanto un poco de humanidad descubierta?
O sea, nos hacemos un mundo ante la posibilidad que la gente crea que somos unos pervertidos y por eso hasta preferimos hacer a un lado a un familiar o amigo. ¿Que todos tienen derecho al pudor?, sí, pero ¿qué hacemos ante las verdaderas vergüenzas que aún soportamos –aplaudimos- en nuestra sociedad? Ahí, en medio de esas divagaciones, apareció el desafío juguetón pero firme de la prima, amante de los animales:
“A ver pues, Hernán Gálvez. Escríbete algo sobre las corridas de toros.”
Qué mejor ejemplo. No sólo aceptamos semejante crueldad sino que la aplaudimos y defendemos como “arte milenario” (los defensores se escudan en los ritos minoicos y romanos, como si el mero hecho de ser una actividad ancestral lo validara. También era costumbre ritual sacrificar niños en el incanato. ¿Por eso lo seguiremos haciendo?) Y quienes no la defienden ni aplauden, callan, lo cual es peor. ¿Qué de artístico tiene marear a un animal daltónico y torpe para enviarlo a morir, aprovechándose de su naturaleza asustadiza, creyendo que persigue movimientos? Y, desde el otro lado: ¿qué de valeroso hay en un hombre armado apoyado en otros tantos que lo “ayudan” en su “valiente” misión de matar a un animal indefenso? ¿Qué de estético tiene la exhibición de un hombre travestido empalando con desplazamientos afeminados a otro ser viviente moribundo? ¿Es civilizada una multitud que aplaude y anima tal sangriento espectáculo?
Desde donde se le mire, es un acto anacrónico y salvaje. El respeto a la historia consiste en conservar su autenticidad no desde el costumbrismo injustificado, sino en la valoración consecuente de los ritos acorde a la evolución humana. La mera “antigüedad” no valida un acto ni menos lo hace apreciable.
Antes de rasgarnos las vestiduras con curiosidades lúdicas como la exposición involuntaria de imágenes “morbosas”, preguntémonos qué hacemos ante otros actos que ocurren en nuestras narices sin que nos inmutemos. La corrida de toros nos es impuesta al incluso difundirse como “noticia” (en Perú, paradoja infame, el mes de los toros coincide con el mes “santo” de la procesión del Señor de los Milagros). Que estemos habituados a ciertas conductas o hechos no los reivindica. Vemos mendigos a diario, los ignoramos y seguimos caminando porque ya es parte del panorama. Preguntémonos qué tan mal hemos actuado –o dejado de actuar- para que eso ocurra.
Hernán O. Gálvez es periodista y escritor. Tiene un bachiller en Periodismo de la universidad de Wisconsin y una maestría en Ciencias Políticas de la universidad estatal de Cleveland. También es dueño de Bilingual Trade International LLC, compañía de interpretación, traducción y asesoría en inmigración.
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