Por Sergio Morales
El supermercado más cercano a mi casa estaba a dos cuadras y media de distancia. Mi madre lavaba ropa todo el tiempo por lo que había que comprar detergente de manera constante pero en las casas de economía media como era la mía no comprábamos diez o quince kilos de detergente sino que comprábamos bolsitas de a kilo y conforme se fueran terminando íbamos por otra más. Había que hacerlo de esa forma pues el dinero no sobraba para nada.
El detergente no estaba a la entrada de la tienda sino que siempre lo ponían hasta el pasillo seis por lo que además de las dos cuadras y media había que caminar otros 150 metros hasta el estante de los detergentes y hacer el mismo camino de regreso hasta mi casa.
No me molestaba el hecho de caminar esa distancia para comprar el detergente entendía la situación y me adaptaba a ella casi sin problema alguno a final de cuentas era parte de un equipo, el equipo de mi familia, y ni hablar ese era el trabajo que me tocaba hacer obviamente que algunas veces reclamaba y exigía una explicación de por qué tenía que ir yo y no mi hermano pero ante las nulas explicaciones de mi madre siempre terminé por callarme y cumplir con el mandado.
Mi madre siempre fue la encargada de administrar el dinero en nuestra casa quizás porque mi padre, al igual que un servidor, no era capaz de pasar todo un pasillo de la tienda departamental sin que se le ofreciera comprar algo más. Es en serio, para algunos les parecerá cosa de risa pero la verdad es algo que particularmente me cuesta mucho controlar por ejemplo si camino por el pasillo en donde están las cortinas de plástico para el baño comienzo a sentir un tremendo impulso por comprarlas aunque en nuestra casa tenemos puertas de vidrio corredizas en el baño. Es ilógico pero el “por si se ofrece” (que no se ofrece nunca) rige mi vida. Si ven un tipo en las tiendas departamentales que se la pasa viendo el techo y los pisos, no me hagan mucho caso, lo que sucede es que estoy huyendo de la mercadotecnia.
Prácticamente cada tres o cuatro días mi madre me enviaba por la bolsita de detergente. Esa cantidad de tiempo es suficiente para que un chamaco de 12 años olvide por completo el precio de la bolsita que había comprado hace días. Los muchachos entre los 12 y 13 años de edad son así, desconectan su cerebro con gran facilidad, nadie tiene idea que demonios piensan o a donde se va su espíritu por esos escasos segundos pero se pierden totalmente y luego regresan molestos porque los sacaste de su trance.
-¡Ahí voy ya!- le contesté a mi madre sin saber que me preguntaba.
-¡Pues ándale apúrate!- ella me contestó.
Me dio $43 pesos para la bolsita de jabón y realicé todo el recorrido hasta llegar a las cajas registradoras. Había creo que ocho cajas registradoras pero como siempre solo estaban abiertas dos y en una de ellas la cajera estaba haciendo “el corte” así que me formé en la única fila de aproximadamente ocho clientes por lo que yo era el noveno. Al menos tres de las señoras que estaban antes de mi llevaban sus carritos repletos y el resto llevaban canastas con al menos cinco o seis productos por lo que iba a ser una larga espera. Después de 15 minutos se fueron las primeras dos señoras de manera normal pero la tercera traía un vestido al parecer sin etiqueta por lo que la brillante cajera, quien no dejaba de mascar un chicle con harta enjundia, tuvo la “magnífica idea” de enviar a un tipo aparentemente “El guardia” a checar el precio del vestido. Recuerdo haber reflexionado en ese momento acerca de lo desafortunada que era mi suerte pues el tipo pesaba como 300 kilos y de acuerdo a su velocidad al caminar una pierna le pedía permiso para avanzar a la otra así que no serían menos de 20 minutos en los que esa mole se trasladara ida y vuelta hasta el lugar en donde estaban los vestidos. Llegué a pensar que la cajera lo hacía a propósito porque parecía ser la única de los presentes que disfrutaba el momento a menos que su chicle estuviera en verdad delicioso y por eso no dejaba de masticarlo con tanta energía. A su regreso el guardia, como quince metros antes de llegar a la caja, no sé si por cansancio o por pena se detiene y le grita a la cajera.
–Ya no hay de esos vestidos Blanca, ese era el último- dijo el guardia.
Todos soltamos un ¡ooohh! en señal de fastidio. La cajera voltea a ver a la señora y le repite estúpida e inexplicablemente lo mismo que había dicho el guardia y que todos habíamos escuchado con claridad –ya no hay de esos vestidos señora, ese era el último- dijo la cajera.
-¿Y ahora?- preguntó la señora del vestido.
-No oiga pues si quiere le cobro eso y espéreme aquí a un ladito en lo que viene la gerente- contestó la cajera sin dejar de mascar su chicle.
La señora no contestó nada sino que torció la boca y pagó para después pararse a un lado para esperar a la gerente. Siguieron pasando los clientes de manera normal hasta que llegó mi turno de pagar. La señora que estaba a un lado, ya muy molesta, le dice a la cajera.
-Oiga ya se tardó mucho la gerente.
La cajera no respondió de inmediato, siguió mascando su chicle y le volvió a hablarle al guardia para que fuera a buscar a la gerente. Yo sentí alivio de ser el siguiente en la fila y ser el próximo en largarme de ahí.
-Son $45 pesos – me dijo la cajera tras pasar el detergente por el detector de precios.
Voltee a verla a los ojos y ella me miró esperando que sacara el dinero pero yo sabía que solo traía $43 pesos y fueron los que salieron de mi bolsillo. Por un momento tuve la ilusión de que ocurriría un milagro y saldría más dinero pero obviamente no pasó. La cajera, mascando su chicle, me dio otra increíble muestra de su impactante capacidad de análisis.
-Te faltan dos pesos- me dijo.
-¿En serio?-le contesté.
-Sí, cuarenta y tres más dos son cuarenta y cinco mijo, necesitas ir a tu casa por ellos- me contestó e hizo un pequeño globo con su chicle el cual reventó de inmediato.
Regresé a mi casa odiando mí vida y preguntándome ¿Por qué el resto de las personas a mí alrededor no ardían en llamas y se calcinaban al instante para así ser un poco más feliz? Al llegar a mi casa mi madre me ve con mi cara de molestia y me dice.
-¿Qué traes?
-Mamá me dio $43 pesos y la bolsita de fab vale $45- le dije muy molesto.
-¿Pues de cuál traías? Seguramente debes de haber agarrado del caro pero nunca pones atención no te fijas, ahí vas pensando no sé qué cosa, ya es bien tarde, perdí toda la mañana y todavía ni empiezo la comida hay que hacer mandados, terminar de lavar, limpiar el patio, recoger todo el mugrero ¡No llores! ¿Para qué lloras? No ganas nada con eso, mejor a la otra pon atención. Ándale agarra otros dos pesos y no te tardes- dijo mi mamá.
Fui por la bolsita de Fab otra vez.
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