Las Palomas Achoradas

Por Hernán Gálvez

Hernan-Galvez-01No despegaban. Se quedaban quietas, impávidas ante la amenaza tribal del gentío a su alrededor: ellas eran dueñas de su mundo y no iban a permitir jamás que nada –menos aún aquellas figuras gigantonas y torpes- interrumpieran su felicidad. Las aves no iban a despegar jamás del suelo, su ritual no conocía la palabra temor. No eran cualquier clase de paloma. Eran las palomas achoradas.

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Ellos las observaban parados a un lado de la calle, aún cansados por el largo viaje. Ambos regresaban al Perú desde exilios emocionales distintos: quince años italianos ella, dieciséis él, en América, luego de prometerse no regresar jamás. Los dos, peruanos de otros mundos, enfrentaban ahora silentes todo lo que se habían contado durante dos años de amistad mayormente epistolar antes de este encuentro neutral en lo que recordaban de su patria. Sin decirlo, ambos sabían que las risas y lágrimas producidas en cientos de horas de chat cómplice en cualquier momento reaparecerían, inevitables. Por alguna razón pensaban también que la contemplación de las palomas alargaría esa agonía sentimental. Sólo que no sabían hasta cuándo.

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Ella fue la primera en notar la particularidad de las palomas limeñas: “Míralas. No se corren ni vuelan”. El, agradecido por tener algo con qué cubrir aquel silencio infinito de las primeras horas juntos en la patria ya ajena, se lo explicó: “Es que son palomas achoradas –o sea avezadas, en buen peruano-; no le tienen miedo a nada. Estas no sueltan su galleta ni muertas.”
Ambos sonrieron con fatiga sin despegar la mirada del suelo: Era verdad, estas palomas no le temían a nada. Sus tesoros –esos pedacitos de galleta atenazados entre sus picos- no caían a pesar de los pisotones descuidados de los transeúntes o los giros enloquecidos de los microbuses mañaneros. Recordaron que en Roma, desde donde partieron juntos, bastaba con que uno apenas se les acercara para que, asustadas, las palomas alzaran vuelo sin retorno. “Aquí no” agregó él. “Ni que fueran huevonas. No dejan su sitio por nada.”
“Como mis recuerdos” hubiera querido añadir. Pero prefirió callar y observar cómo, una vez más, una de las aves esquivaba airosa la muerte segura entre los neumáticos de un autobús. Recogió otro pedacito de galleta más y regresó con su collera. La paloma achorada miró al resto entre orgullosa y apurada, con gesto prepotente: “apúrense”, imaginó él que decía. Y las otras obedecieron. Una por una desfilaron hacia el botín dulce en medio de la calle.

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Fue ahí que sintió el impulso- La tomó de la mano y, ellos sí conscientes de la existencia de las guerreras emplumadas, la condujo con cuidado alrededor de las aves, como despedida. Ella, sorprendida, se reprimió de preguntar a dónde iban: luego de aquellos momentos inciertos en un país que ya no era el suyo pero con recuerdos que cada vez la ahogaban más, agradecía que por fin uno de los dos supiera qué hacer. Se dejó entonces llevar por unas calles desconocidas por ella pero definitivamente significativas para él. Lo notó en la decisión de sus pasos y el temblor en sus dedos. “Aquí” dijo él, por fin, deteniéndose frente a una casa definitivamente abandonada.
Ella reconoció la imagen de una de las primeras conversaciones: ahí él había sido alguna vez un niño feliz, antes del divorcio de sus padres, del cambio propio y de sus hermanos, del cáncer de su papá, de la partida sin retorno prometido a América. “Cuando todo era más fácil” pensó él, sin decírselo pero sabiendo que ya ella lo imaginaba, entre ensoñación y ensoñación… Cuando decidí soltar mi pedacito de galleta y volé. Volé lejos. Hasta darme cuenta ahora que aún puedo ser una paloma achorada. Que quizás nunca dejé de serlo…
hgalvez@me.com

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