Memorias Paisas

Por Johanna Luz Ocasio

Quiero contar una historia. Tengo tantas palabras a la vez y estoy tratando de acomodarlas; tantas palabras y una sola idea: la historia, mi historia en Colombia. Encontrarme sentada en un avión me hace sentir de tal manera que siempre me cuesta explicar. Aterrizar, despegar, volar, lo que sea es un pretexto para nunca estar (mentalmente) donde indica el sello de mi pasaporte. Estar en un avión fuera de la realidad, fuera de mi realidad, me hace sentir viva. Pero esta vez era distinto. Medellín había sido mi realidad escogida durante seis semanas y ya me tocaba despedirme. Miré por la ventanilla del avión -un cuadrado como la tele, sólo que éste no me dibujaba una ficción, no es ficción esta tristeza- y me di cuenta de golpe que era el último vistazo que le daría a lo que ahora es mi ciudad favorita. Se me quebró un poquito el corazón. ¡Ay Medallo, que duro despedirme! El avión seguía subiendo alejándose de la ciudad, pero la ciudad no se alejaba de mí. No quise cambiar la vista hasta que ya no se divisaban más que puras nubes. Se me escapa una lágrima que, a decir verdad, no reconozco si era de alegría o de tristeza. Probablemente un poquito de las dos.

Cómo olvidar los detalles en esta película de mi vida, en esta pequeña historia que a golpe de cumbias, salsas y vallenatos aderezaron no una estancia, sino un recuerdo que ya pintaba para maravilloso. Cómo olvidarme de las lágrimas agridulces de Sarita al despedirnos en aquella estación del metro, llena ella de sinceridad, falta yo de mentira. Cómo pasar por alto a Diego, a sus abrazos y a sus letras. Cómo explico la alegría que sentí cuando aquel señor de expresión alegre me enseñó a bailar vallenato como sólo se baila, enseña y aprende cuando la música no está acompañada de acordes sino de amor inexplicable. Cómo olvidar mi primera bandeja paisa. Cómo explicar lo perdida que me sentí esos primero días en la ciudad de la eterna primavera, del corazón universal, y lo sincronizada y llorosamente apátrida que me siento ahora, que me toca decir adiós. Como olvidarme a mí: alegre, libre  y segura por las calles de Medellín. Y no de cualquier Medellín. Sino del Medellín tatuado ahora en mi adiós que ya sueña con un retorno…

Me regreso a la isla llena de ese amor sin condiciones ni pretextos y esa calidez abrumadora que sólo el paisa te puede brindar. Me regreso con mil emociones y un mar de conocimiento en la maleta. Me regreso con mil imágenes tatuadas en mi esencia -pero, mejor aún, con una idea ya firme de cuál es esa esencia: La inefable vista, luego de casi 700 escalones, desde la cima del Peñol de Guatapé… El Pueblito Paisa, sus colores tan vivos y su vista, su maravillosa vista, de las mil lucecitas tintineantes de la ciudad… El progreso de la Comuna 13, la deliciosa crema de mango biche con sal y los abrazos  calentitos de su gente… Me llevo los tinticos, las arepas y hasta las estatuas de Botero. Estas seis semanas me han devuelto los pies sobre la tierra. Ya no soy la chica que llegó los primeros días con la imagen de un Medellín peligroso y violento. La que caminó con miedo esa primera noche que decidí salir a descubrir. Ese temor no era mundano: estereotipos, ignorancia que nos aleja. Pero Dios (que debe ser colombiano) bendiga la curiosidad. Porque sin ella nos perdemos de mirar más allá de nuestra sosa zona de comodidad. Porque aunque reconozco que el peligro siempre estuvo a la vuelta de la esquina, el único riesgo que verdaderamente sentí fue el de dejarlo todo y quererme quedar.

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