Supe que estaba en mi ciudad cuando vi a nuestros locos en las calles

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Por Sergio Morales

Aún pienso que los locos en las calles de mi pueblo son eternos ángeles y demonios  que permanecerán vigilándonos hasta el final de nuestros días. En 1984 el centro de mi pequeña ciudad era apenas unas cuantas cuadras con las tiendas más básicas que toda pequeña población tiene. Florerías, carnicerías, ferreterías, un banco, una pescadería, una farmacia, etc. A lo mucho había dos o máximo tres negocios de cada tipo por toda la ciudad. Nosotros teníamos una revistería que cumplía las funciones de hogar y negocio al mismo tiempo.  En aquel entonces no había internet ni sistema de cable por lo que nuestra revistería  era lo más parecido que pudieras encontrar al Google de estos tiempos.

Mi madre cuidaba la revistería  la mayor parte del tiempo mientras mi padre trabajaba en una de las compañías mineras de la localidad pero había ocasiones en las que mi madre tenía que ir a la estación de camiones a recoger las nuevas revistas que enviaban semanalmente desde la capital. Haciendo ese trabajo mi madre  se entretenía por lo menos dos horas ya que la operación no era tan sencilla como tomar las revistas y regresarse al negocio sino que había que verificar para empezar que estuviera la cantidad exacta de revistas que nos cobraban y además que coincidiera la cantidad total con el precio correcto de las devoluciones que entregábamos por lo que fácilmente mi madre tardaba dos horas o más en ir y venir de ese mandado a la casa así que a veces no había otra más que dejarme a mí y a mis dos hermanos mayores al frente del negocio. Mi hermano tenía 14 años,  mi hermana 13 y yo 10 por lo que ellos ya estaban un poco más vivos con las cuentas a la hora de cobrar aunque yo también me defendía muy bien.

Cuando mi madre se iba nos daba una sola recomendación antes de irse:

“Cierren la puerta, pongan el pasador y no dejen entrar a nadie”

Parecen palabras sencillas pero para mí era como si nuestra madre loba nos dejara a nosotros sus cachorros en una cueva en mitad de la montaña para ir a buscar alimento. Búrlense todo lo que quieran de mi dramatismo quizás infantil pero les aseguro que a esa edad había dos cosas con la que no se bromeaba en lo absoluto los ladrones y los locos y ambos podían llegar en cualquier momento a nuestra revistería.

El pasador de la puerta se ponía por dentro y mi madre nos decía que si “alguien” intentaba meter la mano para abrir la puerta (lo que ya había pasado en anteriores ocasiones) le pegáramos con la escoba o con lo que tuviéramos a la mano. Siempre afirmé y afirmo que la escoba no era lo suficientemente fuerte como para repeler el ataque de un asaltante pero esas eran las indicaciones de mi madre y no había manera de discutir. Particularmente me hubiera sentido mucho más cómodo con una 45 automática porque además estoy seguro que si un asaltante hubiera logrado su objetivo de entrar y robarnos todas nuestras ganancias de todas maneras mi madre  al llegar nos hubiera dado una buena paliza por no haber puesto bien el seguro de la puerta.

Estando encerrados bajo  el resguardo del heroico pasador de la puerta solo nos conectaba con la calle un  rectángulo en la pared que era del tamaño de una ventana. Por ahí era por donde vendíamos los periódicos y  revistas de tal forma que solo podíamos ver a las personas de la cintura hacia arriba pues la mesa dentro del local nos impedía ver más allá. Como nuestro campo de visión era muy limitado los sonidos nos guiaban todo el tiempo.  Cuando se escuchaban pasos  o voces indicaban la llegada de algún cliente potencial. Cuando escuchábamos un camión sabíamos que ya venía el surtidor de los refrescos. El motor del carro de mi madre por supuesto lo identificábamos incluso antes de que se viera al dar la vuelta en la esquina de la cuadra. En lo único que siempre fallábamos era en los ruidos del techo. Nuestro local tenía techo de lámina por lo que constantemente confundíamos las pisadas de los gatos con las pisadas de los ladrones. No era gracioso, había que ver todas  las veces que salimos al patio buscando ladrones en el techo sobre todo cuando una de las gatas andaba en celo. Era terrible al menos para mí, por las noches tenía pesadillas de tipos con aspecto de vagos viéndome desde el techo de mi casa y sonriéndome cuando veían que yo los veía.

Los locos como hoy y como siempre andaban sueltos por las calles. Con el tiempo pude darme cuenta que algunos de esos locos eran totalmente inofensivos y hasta disfrutaba saludarlos pero había dos o tres que hacían que se me erizaran los vellitos de los brazos por el miedo a un encuentro con ellos.

El que más me asustaba le decían “el borrado” era un tipo alto y fuerte con los ojos verdes más profundos e infinitos que se puedan imaginar y no lo digo porque fueran bellos sino porque el tipo andaba tan alucinado que parecía por momentos estar observando otra dimensión. Me daba miedo porque no solo era malo sino que además era listo. Utilizaba una estrategía de susto casi perfecta en la que todas sus víctimas caímos con facilidad. Te veía fijamente abriendo los  ojos con exageración  como si estuviera reconociendo el momento indicado para rebanarte en mil pedazos y sonreía al hacerlo. Cuando se daba cuenta que tenía tu atención y que le estabas viendo empezaba a seguir con los ojos el aparente vuelo de un zancudo lo que te invitaba a buscar a ese supuesto insecto volador  y cuando se daba cuenta que estabas ocupado intentando encontrar el animalito entonces de manera relampagueante volvía su mirada directamente hacia ti y decía de forma muy rápida “Hey” era escalofriante porque sonreía como Jack Nicholson en la película de El resplandor.  Era como si te estuviera diciendo “te atrapé, hubiera podido matarte si hubiera querido pero no lo hice…aún”

Ese día me hizo ese truco a mí pero lamentablemente fui el único testigo porque mis hermanos estaban distraídos con sus respectivas lecturas. Fue como estar dentro de un sueño en el que no puedes moverte. Estaba absolutamente congelado. El borrado sacó de su bolsillo una pequeña navaja de color rojo era apenas del tamaño de un corta uñas pero, en mi defensa, ¡Era una navaja! y tomándola con sus dos manos a la altura de su cara intencionalmente para que lo viéramos abrió la hoja y dijo sonriendo “jejejeje los voy a matar a todos”  Yo sentí como mi alma escapaba de mi cuerpo pero de alguna manera regresó quizás porque mi estómago estaba gritando histéricamente todo tipo de plegarias al señor y me imagino que mis hermanos estaban en la misma posición porque ninguno dijo nada durante  15 segundos. El borrado guardó su mini navaja y como llegó se fue.  Mi hermano mayor quien siempre ha sido el más valiente de los tres trato de calmarnos con un muy leve “pinche borrado” mi hermana y yo reímos como si mi hermano hubiera dicho el chiste más gracioso de todos los tiempos pero de inmediato nos dimos cuenta que nuestra risa no era totalmente honesta y mejor buscamos nuevamente distraer nuestra atención con las revistas.

Escuchamos a los gatos peleando en el techo pero no les hicimos caso mejor optamos mi hermana y yo por asomarnos hacia ambos costados de la calle para ver si el borrado andaba todavía por ahí. No lo vimos. Opté por abrir una bolsa de papitas y destapar un refresco mi hermana se decantó por los gansitos. Mi hermano casi no comía chatarra.

Después de cierto tiempo el ver pasar gente de un lado a otro por una ventana como la que teníamos puede llegar a ser un espectáculo muy adormecedor y hasta relajante. Para mí lo estaba siendo hasta que llamó mi atención una enorme cabeza invertida que se asomaba desde el techo entre las revistas colgadas.  No podía entenderlo pues era físicamente imposible y de inmediato te dabas cuenta que no pertenecía al paisaje habitual. Cuando caí en cuenta de que era el borrado asomándose desde el techo me quedé con la mitad de una papita dentro de la boca y la otra mitad afuera en mi mano derecha. Me vio y lo vi no sé por cuanto tiempo hasta que mi hermana lanzó un grito tan fuerte que provocó el grito instantáneo de mi otro hermano. Al oírlos gritar don Ramiro el señor de la tienda de a lado salió con su pala y corrió al borrado del lugar quien muerto de la risa se fue brincando de techo en techo hasta llegar a la esquina en donde bajó y se perdió a lo lejos. Don Ramiro regresó a nuestro local y nos preguntó que si estábamos bien y además nos advirtió que no le abriéramos a nadie.

Mamá regresó con las nuevas revistas más tarde y nos preguntó si que si todo había estado bien.

Dijimos que sí.

bigsergio04mex@hotmail.com

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