Viajar para vivir

Por: Johanna Luz

Johanna Luz ClevelandDebo empezar reconociendo que mi rutina es un tanto ajetreada: marca registrada de mi vida itinerante… Regalarme este viaje a Europa era el escape tantas veces soñado; mi manera de desconectarme de todo. Hasta de mí misma –la Johanna que se quedaría en Puerto Rico, la que hasta entonces pensaba que el salto al viejo mundo tal vez nunca se realizaría. Debo reconocer, también -pero sin culpa- que beberse dos botellas de vino antes de montarse en un avión no es una muy buena idea que digamos -felizmente esas 8 horas no tuvieron mayores consecuencias estomacales… Es así como un espíritu aventurero y una mejor amiga al otro lado del mundo, aquel imposible viejo mundo, emergieron como ingredientes suficientes para comenzar lo que sería mi primer viaje sola. ¡Mi primera aventura!

Tan pronto el avión aterrizó en suelo Europeo, a eso de las diez de la mañana, mi corazón empezó a latir a toda máquina; las emociones me dominaban y no pude contener las lágrimas de alegría. La adrenalina, el deseo de conocer, de ver qué hay más allá, inundaban todo mi cuerpo. No podía contener las ansias de comenzar a explorar y a conocer. Poco a poco, la Johanna de la isla empezaba a mutar…

El primer destino de esta aventura era Dublín. Una ciudad llena de arte, literatura y magia. Habíamos planeado hacer uno que otro recorrido por los puntos importantes de la ciudad y, a decir verdad, no imaginé que en uno de ellos mi perspectiva y mi manera de ver la vida cambiarían de tal manera.

Nos levantamos la mañana del segundo día con aire irlandés; nuestro destino: los famosos Acantilados de Moher. Pasaron unas tres horas antes de llegar donde se encontraban ubicados. Al llegar, nos bajamos del autobús y nos dirigimos a una pequeña embarcación que nos llevaría a lo largo del Océano Atlántico para así poder apreciar desde otro ángulo la majestuosa inmensidad de estos acantilados de belleza anacrónica. Con un poco de dificultad a causa del fuerte oleaje, la pequeña embarcación se detuvo justo en medio y mis ojos no podían creer lo que tenían enfrente.

Justo en ese momento pude entender que ningún organismo es menos que ninguno, que somos diminutos e insignificantes ante las maravillas de la Madre Tierra. Hay tanto y tanto por ver, por explorar y por conocer. En ese preciso momento me propuse cambiar mi rutina, me propuse viajar. Viajar para aprender, para ver todas y cada una de las maravillas que hay allá afuera. Justo ahí, con la inmensidad de los Acantilados de Moher frente a mí, esta nueva Johanna empezó, ya no sólo imaginariamente, a viajar para vivir, a vivir sus crónicas marcianas.

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